miércoles, 31 de marzo de 2010

MONTE TABOR


El monte Tabor está localizado en la Baja Galilea, al este del Valle de Jezreel, 17 kilómetros al oeste del Mar de Galilea. Su altura es de 575 msnm (1.843 pies) y se eleva a 400 m con respecto a su entorno. Su cumbre se destaca desde lejos. Visto de este a oeste (desde Kfar Tabor) su cumbre es muy aguda; visto de sur a norte (desde Afula) es redondeada.
Se lo conoce también con el nombre de Jebel a'tur (en árabe), Itabyrium y el Monte de la Transfiguración. Se cree que es el sitio de la Transfiguración de Cristo y de la batalla entre Barak y la armada de Jabin, comandada por Sisera.
Alberga en su cumbre la iglesia de la Transfiguración.

LA MARAVILLA DEL TABOR
Una gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. Las zarzas y los cardos, ya desflorados ya y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. No eran fáciles para la contemplación. También se dormirán en Getsemaní. De repente, les deslumbró un resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su rostro brillaba. Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles. Mateo ve al Maestro como más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los tres subrayan que la luz sale de él. Le pertenece como algo de su propia substancia: no es un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Vestido de luz se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal, dice Bernard. Fue como si hubiera desatado al Dios que era y lo tenía velado en su humanidad. Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en llamas que Jesús contenía para no cegar a los que le rodeaban?. Jesús levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior desborda en su mirada, en su gesto, en sus vestidos. Los discípulos se sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, san Pedro, como ya hemos dicho, recordará esta hora: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).
Aún no habían salido de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando advirtieron que Jesús no estaba solo. Con él conversaban dos personalidades: Moisés y Elías. Los representantes de la ley y de los profetas. Moisés era el padre del pueblo judío cuyo rostro había visto el pueblo brillar cuando descendía del Sinaí. Elías era el profeta que había de anunciar la venida del Mesías. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación sobre su muerte y le animaban al dolor redentor. Su presencia anticipaba la del ángel consolador en el Huerto de la agonía. Los tres suplirán el aliento que no le dan los discípulos, entre quienes “busqué quien me consolara y no lo hallé”. Casi siempre será así. Pedro generoso, decidido, presuntuoso también, quiere vivir, hacerse notar, desea cumplir con los invitados, llenar su papel de entrega, de servicio y de protagonismo. Pero es generoso: ni piensa en él ni en los otros apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes. Los señores duermen en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos dormirán ante la puerta de las tiendas.

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